Escrito por Pilar Guiroy
El vampiro hacía sentir su presencia por actividades parecidas a la de los poltergeist, como por ejemplo tirar las cosas de la casa. Atacaban a los miembros de la familia y al ganado. Las muertes súbitas podían ser signo de su cercanía. Las tumbas eran abiertas tres años después de la muerte de un niño, cinco años luego de la de un joven, o siete años después de la de un adulto para chequear que no fueran vampiros.
Los vampiros en las tumbas podían ser detectados por hoyos en la tierra, o por un cuerpo descompuesto con rostro rojo, o un cuerpo con un pie en el borde del ataúd. Los vampiros vivientes eran identificados mediante la distribución de ajo en la iglesia y la observación de los que rechazaban comerlo.
Para destruirlos, se les clavaba una estaca en el cuerpo, seguido de una decapitación y a veces de llenarles la boca con ajo. Hasta el siglo XIX se continuaba con la precaución de disparar una bala al ataúd. En lo casos resistentes, el cuerpo era desmembrado y las piezas quemadas, mezcladas con agua, y administradas a la familia como cura.
Se creía que los vampiros eran especialmente activos en invierno, y más específicamente en la víspera de dos festividades religiosas, la fiesta de San Jorge y la fiesta de San Andrés. Bram Stoker hace referencia a esto en su novela Drácula (1897), cuando Jonathan Harper es advertido que a medianoche “todas las cosas malignas del mundo tendrán dominio completo”.
Durante estas noches la gente mantenía sus casas iluminadas y usaba apotropaicos como espinas, cruces o ajo para prevenir que los vampiros entraran a sus hogares. También se frotaba al ganado con ajo.
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