Escrito por Pilar Guiroy
Durante el siglo XVIII, hubo un ataque de pánico causado por temor a los vampiros en Europa del Este. Incluso los gobiernos oficiales caían en la caza de vampiros. La histeria comenzó con un estallido de ataques “vampíricos” en el este de Prusia en 1721 y en la monarquía Habsburgo desde 1725 hasta 1734.
Dos famosos casos (que fueron los primeros en ser registrados) involucraban a los serbios Meter Plogojowitz y Arnold Paole. Según esta historia, Plogojowitz murió a la edad de 62 años, pero regresó un tiempo después para pedirle comida a su hijo. El hijo se negó, y apareció muerto al día siguiente. Plogowitz volvió nuevamente y atacó a varios vecinos que murieron por pérdida de sangre.
En el otro caso, Arnold Paole, un ex soldado convertido en granjero que había alegado ser atacado por un vampiro años antes, murió mientras cosechaba. Después de su muerte, la gente empezó a morir, y por ello se creía que era Paole que había regresado para acosar a sus vecinos.
Estos dos incidentes fueron muy bien documentados. Oficiales de gobierno examinaron estos casos y los cuerpos, y se publicaron y distribuyeron libros sobre el caso de Paole en toda Europa. La controversia continuó durante una generación.
El problema fue exacerbado por las epidemias rurales de los supuestos ataques vampíricos, y por los pueblerinos que desenterraban cadáveres. Muchos estudiosos dijeron que los vampiros no existían, y adjudicaron los testimonios a los entierros prematuros, o a la rabia.
Sin embargo, Don Augustine Calmet, un respetado teólogo y estudioso francés, escribió un tratado en 1746 que trataba el tema de los vampiros con mucha ambigüedad respecto a su existencia. Añadió registros de incidentes relacionados con estas criaturas, y muchos lectores, como Voltaire y varios demonologistas, interpretaron este tratado como una afirmación de la existencia de los vampiros. En su Diccionario Filosófico Voltaire escribe sobre los vampiros:
Estos vampiros eran cadáveres, que salían de sus tumbas a la noche para chupar la sangre de los vivientes, ya fuera de sus gargantas o de sus estómagos, luego de lo cual retornaban al cementerio. Las personas atacadas decaían, se volvían pálidas y terminaban por ser consumidas; los cadáveres en cambio engordaban, tomaban un color rosado y tenían un apetito excelente. Era en Polonia, Hungría, Silesia, Moravia, Austria y Lorraine donde los muertos tenían sus mejores ánimos.
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