" (...) ¿Es posible que haya vampiros en el siglo XVIII, después del reinado de Locke, de
Saftersbury, de Trenchard y de Collins? ¿Y en el reinado de d'Alembert, de Diderot, de Saint
Lambert y de Duclós se cree en la existencia de los vampiros, y el reverendo benedictino dom
Agustín Calmet imprimió y reimprimió la historia de los vampiros con la aprobación de la
Sorbona?
Saftersbury, de Trenchard y de Collins? ¿Y en el reinado de d'Alembert, de Diderot, de Saint
Lambert y de Duclós se cree en la existencia de los vampiros, y el reverendo benedictino dom
Agustín Calmet imprimió y reimprimió la historia de los vampiros con la aprobación de la
Sorbona?
Los vampiros eran muertos que salían por la noche del cementerio para chupar la sangre a los
vivos, ya en la garganta, ya en el vientre, y que después de chuparla se volvían al cementerio y
se encerraban en sus fosas. Los vivos a quienes los vampiros chupaban la sangre, se quedaban
pálidos y se iban consumiendo; y los muertos que la habían chupado engordaban, les salían los
colores y estaban completamente apetitosos. En Polonia, en Hungría, en Silesia, en Moravia,
en Austria y en Lorena, eran los países donde los muertos practicaban esa operación. Nadie oía
hablar de vampiros en Londres ni en París. Confieso que en esas dos ciudades hubo agiotistas,
mercaderes, gentes de negocios que chuparon a la luz del día la sangre del pueblo; pero no
estaban muertos, sino corrompidos. Esos verdaderos chupones no vivían en los cementerios,
sino en magníficos palacios.
¿Quién es capaz de creer que la moda de los vampiros la adquirimos de Grecia? No de la
Grecia de Alejandro, de [p. 181] Aristóteles, de Platón, de Epicuro y de Démostenes, sino de la
Grecia cristiana y por desventura cismática.
Hace mucho tiempo que los cristianos del rito griego creían que los cuerpos de los cristianos
del rito latino, que se enterraban en Grecia, no se pudrían, porque estaban excomulgados.
Creían precisamente lo contrario que nosotros los cristianos del rito latino, que creemos que los
cuerpos que no se corrompen son los que tienen impreso el sello de la bienaventuranza eterna, y
en cuanto se pagan a Roma cien mil escudos por la canonización de cada santo, tributamos a
éste la adoración de dulía.
Los griegos están convencidos de que sus muertos son hechiceros, y les dan el nombre de
broucolacas. Los muertos griegos van a las casas a chupar la sangre de los niños, a comerse la
cena de los padres y de las madres, a beberse el vino y a romper todos los muebles. Sólo puede
hacérseles entrar en razón quemándolos cuando los atrapan; pero se necesita tener la
precaución de no ponerlos en el fuego hasta después de haberles arrancado el corazón, que
debe quemarse aparte.
El célebre Tournefort, emisario que mandó a Levante Luis XIV, lo mismo que otros
aficionados, fue testigo de algunas jugarretas atribuidas a uno de los broucolacas y de la citada
ceremonia.
Después de la maledicencia nada se comunica tan rápidamente como la superstición, el
fanatismo, el sortilegio y los cuentos de aparecidos. Pronto hubo broucolacas en Valaquia, en
Moldavia y en Polonia, aunque esta nación pertenece al rito romano y no le faltaba más que
esta superstición, que se transmitió a toda la parte oriental de Alemania. Continuamente
estuvieron ocupándose de los vampiros desde 1730 hasta 1735; los espiaron, les arrancaron el
corazón y los quemaron; pero semejantes a los antiguos mártires, cuantos más quemaban más
aparecían.
Calmet fue su historiógrafo, y se ocupó de los vampiros, como antes se había ocupado del
Antiguo y del Nuevo Testamento, refiriendo fielmente todo lo que sobre esta materia habían
dicho antes que él.
Debe ser una cosa curiosísima examinar los procesos verbales jurídicamente entablados a los
muertos que salieron de sus fosas para chupar la sangre a los niños y a las niñas de la
vecindad. Calmet refiere que en Hungría dos empleados que para este objeto nombró el
emperador Carlos VI, con el bailío y el verdugo, fueron a formar causa a un vampiro, muerto
seis semanas antes, que chupaba la sangre de los niños de la vecindad, y le encontraron cerrado
en el ataúd, fresco, robusto, con los ojos abiertos y pidiendo de comer. El bailío dictó la
sentencia; el verdugo arrancó el corazón al vampiro, y después de esta [p. 182] operación ya
no chupó la sangre a nadie. Después de este caso nadie debe atreverse a dudar de los muertos
resucitados que llenan las antiguas leyendas, ni de ninguno de los milagros que refieren
Bollandus y el sincero y reverendo Ruinard.
Encontramos historias de vampiros hasta en las Cartas judías de Argens, a quien los jesuitas
acusaron de incrédulo y que luego saborearon su triunfo, cuando el citado autor refirió la
historia del vampiro de Hungría, y dieron gracias a Dios y a la Virgen por la conversión de
Argena. He aquí lo que dijeron del referido autor: «El famoso incrédulo que dudó de la
aparición del ángel a la Virgen, de la estrella que vieron los Reyes Magos, de que se curaran
los poseídos, de que se ahogaran dos mil cerdos en un lago, del eclipse que hubo de sol en luna
llena, de los muertos que se paseaban por Jerusalén; tocado por la divina gracia, se iluminó su
espíritu, y cree en la existencia de los vampiros».
La gran cuestión que hubo entonces fue averiguar si aquellos muertos resucitaron por su
propia virtud, por el poder de Dios o por el poder del diablo. Los grandes teólogos de Lorena,
de Moravia y de Hungría hicieron públicas sus opiniones y su ciencia. Recordaron todo cuanto
antes San Agustín, San Ambrosio y otros santos dijeron más ininteligible respecto a los vivos y
a los muertos. Trajeron a colación todos los milagros de San Esteban que están incluidos en el
séptimo libro de las obras de San Agustín, y he aquí uno de los más curiosos. Quedó aplastado
un joven en África en la ciudad de Aubzal bajo las ruinas de una muralla, y la viuda fue
inmediatamente a invocar a San Esteban, de quien ella era devota, y San Esteban resucitó al
aplastado, al que le preguntaron qué es lo que había visto en el otro mundo: «Señores, contestó
a los que le preguntaban: cuando mi alma salió de mi cuerpo, encontró infinidad de almas que
le hicieron la misma pregunta respecto al mundo. Yo iba no sé a donde cuando encontré a San
Esteban, que me dijo: «Devolved lo que habéis recibido». Yo le repliqué: «¿Qué queréis que os
devuelva si nunca me disteis nada?» Me repitió tres veces: «Devolved lo que habéis recibido».
Entonces comprendí que quería hablar del Credo. Recé el Credo, y en seguida me resucitó.
Citaron además los referidos teólogos las historias que refiere Sulpicio Severo en la vida de
San Martín, y probaron que entre los muertos que resucitó San Martín devolvió la vida a un
condenado; pero todas esas historias, aunque sean verdaderas, no tenían nada que ver con los
vampiros que chupaban la sangre de los niños y luego volvían a meterse en sus ataúdes.
Buscaron también en el Antiguo Testamento y en la mitología algún vampiro que pudieran
presentar como caso antiguo; no [p. 183] encontraron ninguno, pero probaron, sin embargo,
que los muertos comían y bebían, fundándose en que algunos pueblos antiguos les metían
alimentos en las fosas.
Cuestionaron también si comía el alma o el cuerpo del muerto, y quedó decidido que comían la
una y el otro. Los platos más delicados y de poca substancia, como los merengues y la crema,
se los comía el alma, y el rost-bif y el bifs-teak se los comía el cuerpo.
Decían que los reyes de Prusia fueron los primeros que después de muertos se hacían servir
alimentos, y que los imitaban casi todos los reyes de entonces, pero fueron los frailes los que se
les comían la comida y la cena y los que se les bebían el vino; de modo que, hablando con
propiedad, los reyes no eran vampiros; los verdaderos vampiros son los frailes, que comen a
expensas de los reyes y de los pueblos.
Verdad es que San Estanislao, que había comprado gran extensión de terreno a un
gentilhombre polaco y no se lo había pagado, perseguido por los herederos ante el rey Boleslao,
resucitó a dicho gentilhombre; pero fue únicamente para pagarle la deuda, y no se dice que
diera ni un solo vaso de vino al vendedor, que se volvió al otro mundo sin comer ni beber.
Se agita con frecuencia la grave cuestión de si puede absolverse al vampiro que murió
excomulgado; no soy teólogo bastante profundo para decidirlo; pero por mi parte yo lo
absolvería porque cuando hay que escoger entre dos partidos dudosos, debe elegirse el más
benigno.
El resultado de todo es que una gran parte de Europa estuvo infestada de vampiros durante
cinco o seis años, y que hoy ya no existen; que hubo convulsionarios en Francia durante más de
veinte años, y que hoy ya no los hay; que resucitaron muertos durante algunos siglos, y que
hoy ya no los resucitan; que tuvimos jesuitas en España, en Portugal, en Francia y en las Dos
Sicilias, y que hoy ya no los tenemos (...)"